sábado, 5 de noviembre de 2011

Compasión y caridad. ¿Quién dijo lástima y limosna?

Las palabras más excelsas –las que designan los más elevados conceptos, como libertad, igualdad o justicia– son maltratadas continuamente. Manipuladas, tergiversadas, prostituidas y vaciadas de contenido, pasan a significar nada o, peor aún, lo contrario de lo que significaban. Son los casos de compasión y caridad, que han devenido en lástima y limosna, respectivamente, cuando se referían a cosas muy diferentes: padecer con, ponerse en lugar del otro, empatía (la primera) y justicia, amor (la segunda). La compasión y la caridad se revelan, al fin, un mismo asunto: solidaridad, fraternidad, amor. Por eso, lejos de ser despreciadas, como lo son hoy, deberían convertirse en los pilares de cualquier moral para el siglo XXI.

“No soporto que me compadezcan”

Por compasión se entiende lástima y sólo lástima, hasta el punto de que el diccionario de la Real Academia Española no le reconoce más significado que el de “sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades o desgracias”. El mismo sentido da a la expresión “por compasión”: “Úsase para pedir clemencia, comprensión o benevolencia”. La compasión ha quedado reducida a lástima, clemencia o benevolencia. Así, no resulta extraño oír en boca de muchos: “No soporto que me compadezcan”, cuando, por el contrario, deberíamos agradecer que nos compadecieran y compadecer a todos.

“Padecer con”, no “padecer por”

Compasión viene de compadecer. Y compadecer no significa otra cosa que “padecer con”, no sólo “padecer por”. “Padecer por” nos remite al paternalismo y a aquella máxima del despotismo ilustrado, que ciertamente era un régimen paternalista: “Todo por el pueblo, pero sin el pueblo”. “Padecer por”, en vez de “padecer con”, nos lleva también a la mortificación entendida como autoflagelación: cilicios, latigazos, duchas de agua fría, ayunos, dormir en el suelo... “Amor quiero y no sacrificios” (Mateo, 12, 7), dice Dios en la Biblia.“Padecer con” es reír con quienes ríen y llorar con quienes lloran, como exhortaba Jesús. Un Jesús que, más que “padecer por”, “padeció con”. El Jesús de la teología pudo morir por los pecados de la humanidad, pero el Jesús de la historia murió porque lo mataron las autoridades políticas y religiosas de su tiempo. Y lo mataron porque no podían tolerar que padeciera con los pobres, los enfermos, los marginados, los apestados. Porque no podían tolerar que las desenmascarara, poniendo al descubierto su identidad de “sepulcros blanqueados”, de “raza de víboras”.

Reír con los que ríen y llorar con los que lloran es ponerse en el lugar del otro, identificarse con él, participar de sus emociones, ser empático. “Ponernos en el lugar del otro es lo único que nos hace mejores”, ha dicho alguien. La compasión incluye la empatía, pero va más allá. El hombre empático no sólo comparte la realidad emocional de su prójmo, sino también la fáctica. No vive por, sino con y, por lo tanto, pasa frío junto al que tiene frío. No sólo en su mente, sino también y sobre todo en su carne aterida.

Pero ¿de dónde nace esta empatía? ¿Por qué vamos a ponernos en el lugar del otro? Los budistas lo han explicado muy bien. La compasión no surge de un sentimiento emocional, sino del razonamiento, de la constatación de que todos los seres humanos somos iguales. “Todos deseamos felicidad y todos queremos evitar el sufrimiento. Además, todos tenemos el mismo derecho a ser felices. Cuando reconocemos que todos los seres son iguales tanto en su deseo de obtener la felicidad como en su derecho a obtenerla, automáticamente sentimos simpatía y cercanía hacia ellos”, dice el Dalai Lama. “Nada humano me es ajeno”, escribió el romano Terencio. Y Pablo Neruda sentenció: “Tú sabes que soy no sólo un hombre, sino todos los hombres”. El problema aparece cuando algunos pretenden ser más iguales que otros, como denunciaba George Orwell en Rebelión en la granja. Pero si reconocemos esa igualdad radical, si nos miramos en el otro como en un espejo, no nos quedará más remedio que ser empáticos y, “así, al ir acostumbrando nuestra mente a este sentido de altruismo universal, desarrollaremos un sentimiento de responsabilidad hacia los demás: el deseo de ayudarles a superar sus problemas”, continúa el Dalai Lama. “Éste no es un deseo selectivo, se aplica por igual a todos. Mientras sean seres humanos experimentando placer y dolor, lo mismo que tú, no hay base lógica para discriminar entre ellos o para alterar nuestra preocupación por ellos si se comportan negativamente”. Bakunin lo dijo a su modo libertario: “Sólo soy verdaderamente libre cuando todos los hombres que me rodean son igualmente libres”. La compasión nos lleva, en definitiva, a la solidaridad, la fraternidad, el amor.

“La caridad del hueso que se tira al perro”

Con la caridad pasa lo mismo que con la compasión. Entendida como limosna, como beneficencia, tiene más que mala prensa. Pero la caridad no tiene nada que ver con “ese donativo desdeñoso que se deja caer de arriba abajo y que, si ofende al que lo recibe, deshonra ciertamente a quien lo da”, como denunciaba Raoul Follerau, el poeta francés que dedicó su vida a los leprosos. Como decía él, “esa limosna es el fantasma, la caricatura de la caridad”. “¿Habéis pretendido hacer caridad?”, preguntaba. “De hecho, sólo intentábais desembarazaros de los pobres. ¿Es eso caridad? La caridad del hueso que se tira al perro”.

Desgraciadamente, la RAE también se hace eco de esta malinterpretación: “Limosna que se da, o auxilio que se presta a los necesitados”, dice su diccionario. Menos mal que, en este caso, los académicos de la lengua recogen también el verdadero sentido de caridad, y por dos veces. Por un lado, dicen: “En la religión cristiana, una de las tres virtudes teologales, que consiste en amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos”. Y por otro: “Actitud solidaria con el sufrimiento ajeno”.

“Una justicia que se abre al amor”

Caridad es el nombre del amor cristiano, que, según Jesús, se diferencia del pagano en que lo da todo (hasta la vida: “No hay mayor amor que el de aquel que da su vida por los demás”) y a todos (también al enemigo: “Si amáis a los que os aman, qué mérito tenéis? También los pecadores aman a quienes los aman”). Un amor que, en palabras de San Pablo, es “paciente y bondadoso; no tiene envidia, ni orgullo, ni jactancia. No es grosero, ni egoísta; no se irrita ni lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que encuentra su alegría en la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta”. Un amor, insiste el apóstol, que consiste en “padecer con” más que en “padecer por”: “Aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve”.

Un amor que, en primer lugar, hace justicia. La caridad es amor, pero también justicia, “una justicia que se abre al amor”, como decía Hélder Cámara, el revolucionario obispo brasileño: “Una caridad sin justicia no se puede llamar caridad, y una justicia que no se abre al amor no es completa”. Hoy, la justicia y el amor no se pueden disociar: “Compartir es hacer justicia”; “ser justo es comprometerse”, decían sendos eslóganes de Cáritas. ¿Y qué cosa si no amar es compartir y comprometerse? La caridad viene a poner de manifiesto las limitaciones de la justicia. Miguel Delibes, el genial novelista español, lo expresaba muy bien en Cinco horas con Mario: “Hoy la caridad reside en secundar las demandas de justicia de los desheredados; taparles la boca con una tableta de chocolate y una bufanda puede incluso ser un ardid [una forma de “intentar desembarazarse de los pobres”, diría Follereau]. La caridad debe llegar donde no alcance la justicia”. Según Delibes, “la caridad debe llenar las grietas de la justicia, pero no los abismos de la injusticia”. Como la compasión respecto a la empatía, la caridad incluye la justicia para trascenderla.

Más que dar: darse

Si por justicia le doy al otro lo suyo, por caridad le entrego también lo mío. Pero no lo que me sobra. Porque lo que me sobra no es realmente mío, sino suyo. “Deberás poner mucho amor para que el pobre te perdone el pan que le llevas”, decía San Antonio de Padua. Porque ese pan es suyo, no tuyo. Porque ese pan te sobra. Si tú y yo podemos vivir dignamente con cinco, y tú tienes dos y yo ocho, es porque yo (o alguien antes que yo) te he robado tres. “Detrás de toda gran fortuna hay un crimen”, adivinó Balzac. Como insiste Delibes, “la caridad no consiste en dar, sino en darse”. “Poco dais si sólo dais de vuestros bienes; dais de verdad cuando dais de vosotros mismos”, escribió Khalil Gibran. Una frase, por cierto, convertida en eslogan por las asociaciones de donantes de órganos.

Así, la caridad entendida como justicia nos remite también al amor, como opinaba Cámara. Acabamos desembocando en esa “justicia que se abre al amor”. Y en la solidaridad de la que habla la RAE. Solidaridad a la que también llegamos cuando hablábamos de compasión. Por eso decíamos al principio que la compasión y la caridad significan, en última instancia, lo mismo: solidaridad, fraternidad, amor.

Ahora se entiende mejor qué locura es calificar de caridad la limosna. “El cristianismo es la revolución del mundo a través de la caridad”, subrayaba Follereau. ¿Qué revolución puede hacerse con la limosna? Ninguna. La limosna está en la base de toda contrarrevolución.

Si compasión y caridad son, finalmente, una misma cosa –solidaridad, fraternidad, amor–, está claro que cualquier moral que se pretenda humanista (que se pretenda sólo moral; no puede existir una moral no humanista) debe tener como pilares estas dos actitudes. “El siglo XXI será religioso o no será”, dijo André Malraux. El siglo XXI será compasivo y caritativo o no será, decimos nosotros.

Publicado en gallego en la revista 'Encrucillada' de Pontevedra en febrero de 2006

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